Acercarse a una sala de cine, lo más probable que a rebosar de espectadores –curiosamente, donde fui yo había bastantes huecos, supongo que por la hora, en plena sobremesa sabatina–, para ver Gladiator 2 se ha convertido, y como era de esperar, en el acontecimiento social/cinematográfico del fin de semana, y lo que aún queda. Una película secuela de un filme anterior ya de culto –nos guste o no– y que, a fuer de ser sinceros, nadie esperaba en función de cómo terminó Gladiator, y que no esconde, también a tenor de que ya está en marcha un tercer proyecto, su voluntad de estirar el chicle, llenar las salas de cines de gente y sacar mucha, mucha, mucha pasta.
That’s entertainment, y como eso, como un entretenimiento y con muchas (o más bien pocas) expectativas acudimos a verla en masa, a soportar sus 147 laaargos minutos y a intentar no removerse en la butaca por la incomodidad que suscita lo que se contempla. Y no tanto por la miríada de errores históricos –que en parte también, pero uno ya viene purgado de casa a base de tilas y resignación en vena–, como por la absurdidad de una trama que parece escrita por adolescentes flipados (y no pocos adultos), unos personajes que más que inconsistentes son rematadamente tontos –reservo mis parabienes para el maestro de ceremonias de los juegos, copa en mano, y para el primer cónsul (¡salve, Dondo!)– y unos diálogos tan estúpidos que hacen buenos muchos de los de la primera entrega, empezando por la escena aquella en la que el protagonista no sabe ni cómo se llama. Y estúpida, así, con cierta visceralidad al salir de la sala de cine, es como definiría este filme. Una soberana estupidez.
Ahora bien, que una cosa sea estúpida no significa que no nos cuente algo, ya sea tanto verbal como visualmente. Y aquí pueden caber muchas interpretaciones, posiblemente a gusto del consumidor y de sus directrices ideológicas. Pero, una vez que te has tomado un par de güisquis (es un decir) y le has gritado a la pantalla como Abe Simpson clama a las nubes (esto ya no es tan figurado), ¿qué diablos hemos visto? Sin pretender caer en un cierto sobreanálisis –tras ver la película las neuronas están fritas, que dirían los clásicos–, he aquí algunas pinceladas.
Gladiator 2 es una fantasía épica, supongo que todos lo tenemos bastante claro: sabíamos que no íbamos a ver un filme que retratara con fidelidad un período histórico concreto, en este caso la época de los Severos, pero sin decir que son los Severos, más allá de presentar a una pareja de emperadores jóvenes bastante pasados de rosca y de maquillaje: Caracalla (Fred Hechinger) y Geta (Joseph Quinn); o a la inversa, Geta –«Gueta» en el doblaje español peninsular– y Caracalla, pues en el filme el mayor parece ser el pequeño, a diferencia de la realidad. No voy a entrar en los errores, inexactitudes, inconsistencias y a la postre invenciones de los que el filme adolece; ya se mencionaron unos cuantos, ejem, gazapos en una crítica anterior y, a estas alturas, como que ya da bastante igual (contábamos con ellos y muchos más; lo dicho, como diría el ínclito José Manuel Parada, uno viene meado, cagado y foll… de casa).
También todos tenemos, o deberíamos tener, bastante claro que un filme «histórico» no habla tanto de la época que «retrata» como de la imagen que tenemos de ese período; ya en otra ocasión hablamos de imagines decadentistas sobre los bajos fondos de Roma. Y que una película de esas características, de esas «de romanos» hablan más de nuestra propia época que la de los Espartacos, Cleopatras, Nerones o Marcos Aurelios. Hablan de una Roma inmaculadamente blanca (la «Hollyrome») y de enormes construcciones; de hecho, en Gladiator Ridley Scott se marcó una escena a lo Leni Riefenstahl que, aún por poco sutil al respecto de la llegada de Cómodo a Roma, era de lo más salvable de aquella película, y en la que la muchedumbre humana se convertía en prácticamente hormigas ante unos edificios colosalmente imposibles; comparaciones entre esa escena y El triunfo de la voluntad de la directora alemana pueden hallarse por doquier. Y en ello, aparte del homenaje al talento cinematográfico de Riefenstahl, que lo tenía, subyace un «relato» en el que Cómodo no es que sea un nazi, pero sí se deja intuir que es un tirano para quien el pueblo no es más que una claque, una masa informe que aplaude en los juegos y que no tiene más voz que la de aclamar a Máximo, por más que luego redunde en contra del emperador.
⚠️ Alerta spoilers a partir de aquí ⚠️
En Gladiator 2 el «pueblo romano» tiene aún menos presencia, más allá de la meramente escénica, y voz que en la anterior película. Aclaman al general Acacio (Pedro Pascal) cuando llega a Roma –en otra escena que evoca la entrada de Cómodo en la ciudad–, lo hacen en el Coliseo, aunque divididos en su «amor» por Hanno –Jano en el doblaje castellano– o Lucio (Paul Mescal); por cierto, ese «Hanno» en inglés no deja de ser el púnico Hannón, el nombre que el personaje asume en esa «Numidia» que los romanos atacan al inicio del filme. [Nota: recordará el lector que en el primer Gladiator ya había una provincia «inventada» llamada Zucchabar, que de hecho es el nombre de una colonia romana en la Mauretania Cesarense, esta sí una provincia real; qué tendrán los guionistas de ambas películas con que lo «exótico» al mismo tiempo que «bárbaro» está en el norte de África.]
Volviendo al pueblo romano: en cierto modo ni está ni se le espera más allá de llenar las gradas del Coliseo, llamar «bárbaros» a los gladiadores que vienen de Ancio o de acampar, los más pobres, en las inmediaciones de anfiteatro con hogueras, que más tarde serán incendios o «el caos» cuando Macrino (Denzel Washington) da el zarpazo contra los emperadores de pelo rojizo, rostro enharinado y ojeras marcadas. Un caos que no sabemos cómo se organiza, en realidad por qué o para qué, pero que evidencia una de las «ideas» de fondo del filme: que Roma –la ciudad, no tanto un «imperio» más declamado que asumido como cierto– es decadente, merece una purga –«Roma debe caer», dice Macrino, el outsider en todos los sentidos– y ya no es aquel «sueño» del que Marco Aurelio hablaba en el primer filme.
A la postre, más allá de las espectaculares secuencias en el asalto a la ciudad de «Numidia» –que, recordemos, ya era provincia romana desde dos siglos y medio antes–, en el Coliseo o en algunas imágenes aéreas de la propia ciudad –impagable esa «puerta de entrada» con la loba y los gemelos en lo alto de la misma o ese Coliseo que se ve a lo lejos, en lo alto de una colina–, Roma es un símbolo, más que de corrupción, de abandono. Uno se pregunta a lo largo de la duración del filme qué hacen «Gueta» y Caracalla por el pueblo romano más allá de organizar juegos y presidirlos, e incluso en qué sustentan su poder o cómo llegaron a alcanzarlo: pasan de ser los que organizan juegos con unos recursos que fundirían el más pintado de los presupuestos a, como espera Macrino, ser susceptibles del odio de la muchedumbre y provocar su caída. En una lectura simplista, las estructuras del poder en el filme pasan por unos emperadores «locos», unos pretorianos a sus órdenes, un ejército en Ostia a la espera de lo que decida Acacio, el «generalísimo», y unos senadores que o bien no pintan nada o bien conspiran con bastante poca fortuna.
Y frente a esa ciudad epítome de la decadencia y que pide a gritos una acción purgadora, se erige Macrino, que de antiguo esclavo pasa a lanista, figura influyente en la sociedad romana y alguien con recursos, para finalmente ser segundo cónsul y aspirar al trono imperial. Una lectura rápida y posiblemente superficial vería en él a la clase de nuevos políticos que vienen a acabar con el Establishment u hombres supuestamente «hechos a sí mismos» que vienen a acabar con las mamandurrias y a hacer de nuevo grande su país. Otra lectura iría más allá y vería el signo de los tiempos actuales en las que magnates también «hechos a sí mismos», ya sea en empresas de nuevas tecnologías o plataformas de comercio electrónico tratan de influir en la sociedad con mensajes más o menos «filantrópicos», pero en realidad tienen una agenda que va mucho más allá. Sean personajes en los que se inspiren o meras elucubraciones, parece evidente que Gladiator 2 se inspira en esa idea de los «hombres fuertes» en la política y en la economía, a la par que bebe, hasta emborracharse en el sambenito de la decadencia y la «caída de Roma», en una lectura mal entendida de Gibbon y Spengler y, quién sabe, en una imagen de la «antigua Roma» en la que no se puede parar de pensar, acabando incluso en la parodia.
Pero, al margen de todo esto, ¿de qué nos está hablando Gladiator 2? En cierto modo de nostalgia por un filme anterior que, por débil que fuera argumentalmente hablando, se erigió en icono de un cambio de milenio y adalid de una nueva mirada a Roma, a los péplums de toda la vida. Gladiator, tan inconsistente como esta en cuanto a la realidad histórica que reflejaba, también evocaba con nostalgia a esas películas «de romanos» de los años cincuenta y sesenta, poniendo ahora la tecnología como nueva deidad: películas más espectaculares que las de entonces, aunque aquellas no estaban mancas en cuanto a alardes visuales y escenas de acción –de Ben-Hur a La caída del Imperio Romano, pasando por Espartaco y Cleopatra–; películas, todas ellas, que también adolecían, en mayor o menor grado, de errores históricos, pero que se sustentaban en guiones, personajes y diálogos sólidos.
Esa nostalgia de la nostalgia de una «Roma de mármol blanco» (y lo que no es el mármol) subyace en Gladiator 2, al mismo tiempo que sobredimensiona el espectáculo por el espectáculo, cuánto más grande e impactante mejor, con música motivadora y lemas que forman parte de un (cierto) imaginario colectivo: «fuerza y honor», «Roma es la luz», «lo que hacemos en la vida tiene su eco en la eternidad» o «una vez hubo un sueño llamado Roma; solo podías susurrarlo, a nada que levantaras la voz se desvanecía: tal era su fragilidad»; los estadounidenses con algo de perspectiva evocarán el viejo adagio de «la ciudad sobre la colina» como su «sueño» del siglo XVIII, pero aquí lo que está encima de una colina es el Coliseo, «el templo de Roma», como se dice en un momento dado. Y es que de sueños también se vive… Pero tampoco nos vengamos ahora arriba con la insustancialidad de según qué diálogos, que ya en grandes péplums como la citada La caída del Imperio Romano también se daba una visión muy sui generis de lo que «significaba» Roma cuando se rodó. En este caso, y a tenor de las evocaciones constantes (y machaconas) que se hace a la anterior película, se podría decir aquello de «hubo una vez un sueño llamado Gladiator…».
Pues, a fin de cuentas, Roma será lo que cada época quiere que sea –ya hay una vasta, milenaria, literatura al respecto–, y en eso el cine no es más que uno de los últimos que se han incorporado. Y Gladiator 2, con sus boutades y sus hipérboles, retrata la imagen popular que va más allá de ensayos, biografías y obras divulgativas, y que suele generar ruido en redes sociales cuando se intenta ir más allá del estereotipo y ver a los «romanos» de entonces –y que fueron «cambiando» a medidas que la propia Roma cambiaba de un régimen a otro, de una población a otra– con algo más de perspectiva. Y, en última instancia, que no se nos olvide, there’s no business like show business.
Comentarios recientes